¿Que decir de Chúcaro?
Podría empezar respondiendo a una de las preguntas que más a menudo me formulan:
¿Qué significa Chúcaro Cimarrón?
Pues bien, la R.A.E. Lo define de la siguiente manera:
chúcaro, chúcara
Adjetivo/nombre masculino y femenino
1. 1. AMÉRICA
[ganado, especialmente equino, mular y vacuno] Que es salvaje, arisco o bravío.
2. 2. AMÉRICA
[persona] Que es huraño, arisco, poco comunicativo o díscolo.
cimarrón, cimarrona
Adjetivo
1. 1. [animal] Que es salvaje, especialmente si era doméstico y ha huido al campo.
2. 2. [vegetal] Que crece en el campo o la selva de manera natural, sin intervención humana.
Tras lo cual podemos decir, sin temor a equivocarnos, que Chúcaro Cimarrón es alguien un tanto asilvestrado, que ha huido (o al menos es lo que intenta) de la civilización y busca vivir de una forma más salvaje, más natural.
Al menos es lo que le gusta pensar, que lo consiga, ya es harina de otro costal. Como todo en esta vida, hay que llegar a un compromiso entre lo que queremos y lo que tenemos.
Sin más, os puedo contar que Manuel, tal como lo apodaron sus progenitores hace ya más de cuatro décadas (el tiempo vuela amigos!) se crió en las llanuras pampeanas de su Argentina natal. Hijo y nieto de inmigrantes, su infancia la pasó a caballo entre la vida rural del campo de sus predecesores y la vida urbana de un típico pueblo del interior Bonaerense.
Sus primeros años, mientras el colegio, los deberes y demás convencionalismos sociales aún quedaban lejos, los pasó aprendiendo las habilidades básicas de cualquier hombre de campo: andar a caballo, carnear, ordeñar, hacer fuego, construir refugios con lo que encontraba jugando en el monte, pero sobre todo, aprendió que hay que apañarse con lo que hay a mano. Aprendió a vivir rodeado de animales, de naturaleza y espacios abiertos que parecían no tener fin.
Pero el fin llegó. Llegó el colegio, llegaron los deberes y llegó la mudanza al pueblo. Cada verano, cada vacaciones de invierno, cada feriado largo, volvía al campo, a la naturaleza y los espacios abiertos. Pero como el invierno sigue al otoño, llegó la adolescencia, el boliche, las chicas y una oportunidad única que no podía dejarse escapar.
La oportunidad tiene cara de hereje suelen decir, y se presentó la opción de viajar, de viajar lejos, mucho más lejos que al pueblo o a Buenos Aíres, lo que ya no entrañaba misterio alguno tras tantos años recorriendo el país.
Y viajé, viajé todo lo que pude, crucé el ecuador, llegué al lejano norte y viajé aún más. Viajé y exploré todo lo que pude, conocí a cuanta gente pude y disfruté muchísimo haciéndolo.
Tras algún tiempo, ya entrado en la edad adulta, esa que dicen que te hace ver la vida con otros ojos, seguía siendo ese niño asilvestrado que quería ver mundo, que quería conocer más y más de este precioso planeta azul antes que terminemos de destruirlo con nuestras guerras, nuestras fábricas y nuestros ombligos.
Una vez más hice el petate y viajé. Viajé aún más lejos, crucé el océano y llegué a una ciudad ribereña, bañada por el mediterráneo y rodeada de montañas. Seguí viajando. Caminé hasta Fisterra. Fotografié al leopardo en Seronera. Nadé en el Amazonas junto a caimanes y anaconda1
El viaje sigue, y sigue el aprendizaje aún más todavía. Próximo destino? Solo el azar lo sabe.